miércoles, 2 de febrero de 2011

Vida


Detuvo su carrera en cuanto advirtió que ya no la seguían. Se ocultó entre las raíces de un gran árbol, y se giro para lamerse una herida en el lomo: la verja metálica que delimitaba la granja le había desgarrado un buen trozo de su rojiza piel. Pero no había tiempo para curarse ahora, los perros del señor Matías no tardarían en darle alcance. Cogió aire y volvió a lanzarse al bosque, dando un rodeo para evitar cuidadosamente el camino más rápido a la madriguera, pues ante todo había que proteger a las crías.

Solía ir a la granja, y sabía que tarde o temprano acabarían cazándola, pero realmente no tenía alternativa, pues no podía permitir que sus crías murieran de hambre. Desde luego, las gallinas del señor Matías eran realmente apetecibles, y bastante fáciles de cazar. Hoy, sin embargo, el viaje había sido infructuoso, y tendría que buscar alimento en alguna otra parte. Peor aún, hoy el propio granjero la había descubierto y ahora tenía que correr para salvar la vida. Nunca antes había tenido tantos perros corriendo tras ella. Podía oír sus ladridos detrás suyo, aún estaban lo suficientemente lejos, aún tenía alguna oportunidad. ¿Qué hacer? No tenía tiempo suficiente como para llegar a la madriguera y trasladar a las cuatro crías a otro lugar más seguro, y de todas formas, los perros podrían seguir su rastro fácilmente. No, lo que tenía que hacer era guiar a los perros lejos de sus pequeñas, para que aunque ella muriera ellas tuvieran alguna posibilidad. ¡Claro, el río! El agua podría disimular su olor, tal vez entonces los perros abandonaran la caza, y ella podría regresar para alimentar a su familia.

Conocía una zona del río en la que la corriente no tenía fuerza suficiente como para arrastrarla, y fue directa hacia ella. Allí el río era poco profundo, y tenía una gran roca en el centro, con algunos huecos en los que podría ocultarse hasta que sus perseguidores abandonaran la caza. Cuando los perros llegaron a la orilla del río perdieron el rastro del olor que hasta entonces los había guiado, y se quedaron plantados en la orilla, ladrando, sin saber muy bien qué hacer. Cuando llegó el señor Matías, rifle en mano y casi sin resuello por el esfuerzo de correr por el bosque, dio por muerta a la zorra. Creyó que no habría sobrevivido al río, pues no sabía que allí el agua era poco profunda. De hecho, él no se aventuró a entrar en el agua, y tal cual había llegado se fue de vuelta a casa. “Lástima por el pelaje”, pensó, “habría sacado un buen pellizco de ello”.

La herida del lomo le escocía en contacto con el agua. Pero no era demasiado profunda, la sangre había dejado de manar hacía bastante rato, y la zorra estaba segura de no haber dejado marcas de sangre en el camino. De todas formas, extremó la precaución en el trayecto de vuelta a la madriguera, aunque había esperado lo suficiente como para que el señor Matías y los perros hubieran llegado a la granja.

Sus pequeñas estaban bien. La saludaron con alegría, la espera a que su madre regresara se les había hecho eterna. Se decepcionaron bastante cuando descubrieron que no traía comida consigo, pues estaban realmente hambrientas. La zorra las tranquilizó como pudo, y después de lamerse la herida de nuevo, salió de la madriguera a continuar su incansable búsqueda de alimento, a continuar con su incansable lucha por la supervivencia.

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